¡Que viva México!: ¿En verdad la película es tan crítica como dice Luis Estrada?
La literalidad de la crítica que de inicio en “¡Que viva México!” raya en lo discursivo de los personajes y por ende mata el chiste, casi hace naufragar por completo una propuesta que bien podría ahorrarse veinte minutos de un panfleto disfrazado de irreverencia que queda muy lejos del ingenio mala leche que Luis Estrada lucia con producciones como “La Ley de Herodes” (1999).
Es sólo cuando se concentra en la comedia para acentuar los rasgos que juegan con los estereotipos de ricos y pobres, convirtiéndoles en esperpentos dentro de un absurdo sobre la conveniencia y el engaño como rasgo cultural asumido y normalizado, tan disparatado y desagradable como cercano a la realidad; que la película encuentra cierta consistencia.
El espíritu burlesco que emerge cuando por fin se desarrolla la historia sobre este sujeto que tras emigrar de su pueblo y lograr un estatus de privilegio se ve obligado a regresar y reencontrarse con su familia, permite que los integrantes de un elenco coral encabezado por Damián Alcazar y Joaquín Cosio interpretando con soltura hasta tres personajes distintos —cual Pedro Infante bajo las órdenes de Ismael Rodríguez en “Los Tres Huastecos” (1948)—, encarnen exacerbadas representaciones de comportamientos que aquejan a la sociedad mexicana actual, dígase memoria a corto plazo, lo voluble de la militancia y la polarización utilizada como estrategia política, para así desrromantizar la tan traída y llevada visión del pueblo bueno y sabio.
Todo a través de situaciones que señalan los apoyos económicos como estrategias de gobierno que solo alimentan la holgazanería y la mezquindad, hasta llegar a una versión a la mexicana de “El mundo está loco, loco, loco, loco” (1963) —ya retomada en producciones como “Rat Race” (2001) o el episodio de “Los Simpson”: “Homer, el vigilante” (1994)—, con algo de Don Pasiflorino y su hijo Acelerino en la película “¡Ahí Madre!” (1970).
Por desgracia, al llegar a este punto la trama se vuelve repetitiva y estira tanto la verosimilitud dentro de su propia ficción, que ésta se rompe y lo gracioso deja de serlo —recordemos que una de las reglas básicas de la comedia es “el chiste funciona por su grado de veracidad”—, evidenciando todas las incongruencias previas.
Por si fuera poco, en el epílogo donde trae de regreso al patrón que presentase como una lasciva variante de aquel Mostachón de los Polivoces —pero sin la humorística acidez que les caracterizaba—, y con el que el director insiste en cerrar la ironía, vuelve a caer en los señalamientos directos, para luego entregar un cierre al más puro estilo de productos televisivos tipo “Los beverly de Perslvillo” (1968), pero ya sin la potencia que pretende.
Así las cosas con “¡Que Viva México!”, la cual tampoco justifica la polémica de la que tanto se ha hablado, pues ni los latigazos al entorno político son tan agudos, ni las verdades que se arrojan tan incómodas y mucho menos reveladoras.
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