El club de los vándalos: ¿Vale la pena ver la película sobre motociclistas?
- Por Redacción
El trayecto fílmico de “El Club de los Vándalos”, que tiene como base el libro de fotografías publicado en el 67 por Danny Lyon, es más que una simple humanización de la figura del motociclista.
En el acercamiento a la génesis y decadencia de los clubes que dichos personajes conformaban en los 60s y 70s que nos plantea, se sirve de la desromantización para explorar esa necesidad intrínseca del hombre por hacer tribu y generar rituales propios, y además exponer con mustia socarronería los matices de los modelos de masculinidad tóxica que incluso hoy se mantienen en nuestra sociedad.
El líder del grupo con sus parcas conversaciones que pareciesen no ir a ningún lado para estacionarse en la autosuficiencia, interpretado por Tom Hardy —“Mad Max: Furia en el camino” (2015)—; el joven rebelde que no asume los compromisos, encarnado Austin Butler —“Elvis” (2022)—; el forastero que llega para celebrar la simple compañía en la cabalgata sobre ruedas, son algunas de las representaciones que la película nos ofrece acerca de aquellos seres que solo le encontraban sentido a la vida a través de la hermandad con quienes al igual que ellos tenían como mayor disfrute el que su respiración se sincronizara con el rugido del escape de la motocicleta, y construían espacios donde su incapacidad para expresar sentimientos era el común denominador, y para arreglar los conflictos bastaba con agarrarse a golpes o pactar un duelo con cuchillos.
Por su parte Jodie Comer —“Free Guy: Tomando el control” (2021)—, cuyo rol funciona como narradora transitando entre el reproche y una aparente ingenuidad, ofrece el necesario contraste para enfatizar el machismo y el acoso normalizado de aquellos tiempos y que permeaba este tipo de agrupaciones, empujando el drama y las transiciones desde que todo empieza casi como si de un juego se tratara, pasando por el proceso de crecimiento y descontrol que permite la entrada a quienes estaban más bien interesados en la criminalidad, hasta llegar a ese momento en que de la forma más desencantada y cruda perece el espíritu lúdico de un principio, sin despedidas ni honores, marcando lo que a su modo fue la pérdida de la inocencia.
Es de reclamarle al director Jeff Nichols —“El niño y el fugitivo” (2012)—, que con “El Club de los Vándalos” —o “The Bikeraiders” por su título original—, atienda muy poco o nada el impacto social que tuvieron estos clubes de motoristas, pero definitivamente se agradece que se aleje del tono y enfoque de otras legendarias producciones de temática similar, dígase “Easy Rider” (1969) y “The Wild One” (1953), a las que por supuesto no se abstiene de referenciar, y prefiera alimentarse fugazmente de los trayectos en las calles o la carretera para junto con una pista musical que eriza la piel, redunda y se explaya en la implosión personal de quienes tras la rutina de los suburbios norteamericanos eran almas perdidas buscando un punto de encuentro.
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